Llego
el atardecer con rostros húmedos de gorras y jerséis gruesos.
La noche atavió Barcelona de gente
pregonando justicia, democracia,
algo a lo que agarrarse,
pero llovió tanto de noche, me refiero
a la oscuridad,
que nada ni nadie prefirió moverse.
Las gotas de agua arreciaban sobre
claraboyas y tejados,
convirtiéndose en aullidos de lobo,
en hileras organizadas de agua,
qué, no movían molinos,
pero sí limpiaban o iban a limpiar mi
barrio hilvanado de la montaña,
de caos y vergüenzas,
daban aliento a los sin vergüenzas vestidos con corbata
negra, teléfonos caros y libretas
de ahorro cada vez más vacías.
Menos tiempo que perder.
Menos tiempo que perder en un
desayuno:café, cereales y pan de abejas,
Las gotas eran miserables, otras veces
lloronas y enormes como dos pezones
erotizados.
Y cada vez menos tiempo para pararse a
pensar o dormir, o soñar
para decir que los locos no deberíamos
soñar.
La lluvia se volvió enajenada y
obtusa,
con cada vez menos tiempo para mostrar
al mundo,
cuán furiosa podía ser una tormenta
de otoño.
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